El trayecto

Los viajes en autobús son el único momento de respiro que tengo aquí.

El traqueteo y los sillones no lo distinguen mucho de cualquier otro autobús, pero fuera está rodeado de diferencias; el paisaje es llano, algo monótono, y está inundado por un verde especial, casi hipnótico. De vez en cuando, un pueblo cualquiera se alza orgulloso sobre la vegetación, brillando por la chapa de sus tejados, repleto de carteles de cerveza. El suelo de estos pueblos está inundado de verduras que los comerciantes han tirado por la mañana. Atravesamos hogares y nos movemos como pequeños latidos sobre el asfalto.

Llevamos dos semanas aquí y Madrid ya se ve muy lejos. Este país tiene una fuerza extraña que me ha atrapado desde el primer momento. Camboya es una tierra herida, que respira lento y en silencio pero sin descanso. Es un animal pequeño con la fuerza oculta de un gigante.

En la ciudad todo va muy rápido, las calles se inundan de motos y puestos de comida; la gente va rápido, las nubes vienen y van sin ningún reparo y hace demasiado calor.

Todo ésto se olvida cuando las ruedas empiezan a volar sobre el asfalto y gira también el paisaje: apenas hay árboles altos, pero se intuye alguna selva a lo lejos. Las llanuras están llenas de arrozales, iluminados por campesinos con los pantalones remangados y las rodillas cubiertas de agua. Mirando el paisaje por un instante y en silencio, el mundo empieza a tener un cierto sentido.

Hemos oído que el viaje a Siam Reap dura siete horas, y lo cierto es que nadie quiere llegar aún. La Naturaleza tiene un magnetismo especial, algo que atrapa y nunca suelta; siento que al mirarla estoy delante de mi propia cuna, de nuestro origen.

Este país me ha enseñado a esperar y a no mirar el final, a sentirme parte de un mismo latido. Estoy viviendo en el trayecto. Me recuesto sobre el mundo y lo observo respirar; veo cómo la lluvia se convierte en árbol y, sonriendo, asumo por un momento la idea de comenzar a sentir y a vivir de verdad.

 
 

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