Por qué MadriZ dice reZiclar

Hace unos días, subiendo por las escaleras mecánicas del metro, me topé con la nueva campaña de Ecovidrio en Madrid para el reciclaje. Me recibió a mi subida de las profundidades una tipografía verde contenedor de vidrio orgullosamente centrada, que ondulaba y decía: Si dices Madriz, puedes decir reziclar. Debajo de estas líneas, nuestro querido osito se había apartado del madroño para tirar una botella de vidrio al contenedor correspondiente.

A pesar de las horas de clase y las ganas de volver a casa que llevaba encima ese día, la Z doblemente utilizada no tardó un segundo en ponérseme -más bien estallarme de una manera dolorosa- delante de los ojos y reírse a grito pelado de todo el trabajo que llevo realizando estos años.

Quitando la abominación gramatical mencionada, me parece maravillosa tanto su otra variante de Los gatos tenemos muchas vidas, el vidrio también como el mapa que recorre las características de cada distrito y las relaciona con el reciclaje. Bravo. Pero no me detendré a analizar el contenido publicitario. Me voy a detener, igual que hice en contra de mi voluntad aquella tarde saliendo del metro, en los aspectos lingüísticos, en concreto fonéticos, que hicieron de esas dos oraciones una cosa tan convincente para ellos y algo tan horrible para mí.

Madriz, Madrí... Ambas son variantes de lo mismo y las dos valen. Son productos del habla y su evolución es natural. A partir de aquí vamos a diferenciar muy bien dos conceptos: el habla es lo que se refiere al uso particular que cada hablante hace de la lengua, mientras que denominaré lengua al conjunto de signos y normas que tienen a disposición los hablantes. Por decirlo de otra forma, el habla es lo individual, el empleo tanto de Madriz como de Madrí. La lengua, por su parte, se refiere a lo universal y, por ende, a lo que se toma como correcto: Madrid. Una vez definido ésto, podemos continuar nuestro viaje fonético.

Todos los que sean de Madrid saben muy bien que la letra final de su ciudad casi nunca se va a pronunciar excepto en alguna ocasión con un claro tono irónico hacia las normas establecidas por la lengua. Pero son perfectamente conscientes de su existencia. Ahora bien, ¿por qué Madriz? ¿por qué Madrí?, ¿por qué parez? Para entenderlo, sólo voy a dar un ejemplo corto y de ese modo poder sentirnos mejor con nosotros mismos y no vernos como unos destructores de la lengua. Pero tendré que remontarme en el tiempo, a los orígenes del castellano, ¿el Cid?, mucho más: al latín. Sé que este nombre le hará a más de uno rechinar los dientes, pero intentaré pasar muy por encima y sin dolor: Ya en época clásica era muy normal confundir la D en un final de palabra con la T, o incluso eliminarlas si no suponía ninguna confusión con cualquier otra palabra. Así encontramos en Latín Clásico -la lengua de Cicerón y La Eneida, ojo- formas como set por sed -la conjunción que significa pero- o formas como inquid por inquit, que vendría a significar dijo. La razón es muy simple: economía lingüística. El lenguaje es un producto del ser humano y como tal, gusta de emularlo; si puedes hacer lo máximo esforzándote lo mínimo, lo harás. La economía lingüística es la ley del mínimo esfuerzo aplicada al lenguaje. Volviendo a lo romanos y su D final, para ellos, igual que para nosotros, era mucho más fácil comerse una letra que pronunciarlas todas. Por esta tendencia a la facilidad en el lenguaje, la forma Madrí quedaría ya explicada. Pero lo que nos interesa es la forma más castiza, característica y delatadora de un acento de la capital -el cual además nosotros mismos nos empeñamos en decir que no existe-

La letra D es lo que se llama una oclusiva dental sonora. No te asustes. Oclusivos se les llama a los fonemas si durante la pronunciación el aire que sale de la boca se obstruye por un momento -se ocluye. Además se llama sonoro porque al pronunciarse ocasiona una vibración en las cuerdas vocales -algo que no hace su equivalente sordo, la T. Finalmente, es dental porque se coloca la lengua detrás de los dientes al pronunciarlo. Todo ésto cabe en una simple letruja.

Pero lo que nos concierne es su deformación en Z. Pues bien, la pronunciación de la Z corresponde a la de una fricativa dental sonora. Como ves, comparte casi todos los rasgos de la suplantada D, excepto la denominación de fricativa. Una fricativa es aquel fonema para el que durante su pronunciación el aire se modifica mediante el estrechamiento de los órganos articulatorios, ocasionando una turbulencia -una fricación, básicamente, de ahí su nombre- pero nunca sin llegar a cortarlo.

Teniendo en cuenta sus denominaciones tan semejantes, ambas pronunciaciones, por tanto, deberían serlo también. Efectivamente, lo único que separa a una D de una Z es la forma en que sale el aire durante su pronunciación. De ahí que el paso de una D a una Z sea tan natural y tan sencillo de realizar cuando se encuentra en el final de una palabra. Por lo tanto, la forma Madriz y todas las que como ella acaben en D ya tiene su razón de ser.

Ahora bien, esta fricativización no es la característica única para la D final en el acento madrileño, sino que resulta ser la misma característica que la de una C ante las vocales E o I que tiene la lengua, es decir, el común del castellano, como pasa en Cecilia o en la causante de toda esta discordia: el famoso reziclar. Al tener las mismas características, obviamente, se confunden.

Esta confusión se vio como algo aprovechable e ingenioso para la campaña. Y entiendo la idea. Lo que no se dieron cuenta, señores de Ecovidrio, y ahora me dirijo a ustedes, es que el ingenio ha quedado cubierto por una capa de grasaza rancia y opaca por culpa de semejante aberración. Puede parecer ingenioso y lleno de gracia, y lo sería, pero tienen que ser conscientes del poder de influencia que tienen en sus manos, ser conscientes de que, mínimo, esta campaña llega a todo Madrid con una patada a las normas gramaticales de la manita camuflada de humor.

En el humor -y por lo visto en la publicidad- todo vale, pero éso se queda en la mente, y nadie aquí es un perfecto conocedor de la lengua. Ésto pasará a la historia como algo aberrante para cuatro sensibles que se preocupan del lenguaje y como nada más importante para el resto. Pero será una base bien firme para que se vuelvan a permitir semejantes o peores abominaciones en el futuro. Y si una institución, que de lo que tiene que encargarse es de conservar el idioma frente a la tendencia natural del habla individual a modificarlo, contribuye -y de esta forma casi obliga- a ello, ya podremos dar todo por perdido.



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