Plinio y el fantasma

Hoy, 31 de octubre, es un buen día para leer y recordar historias de fantasmas y monstruos.

Aunque la literatura de terror nos recuerde más a autores a caballo entre el S. XVIII y el S. XIX, como Mary Shelley (Frankestein), E.T.A. Hoffman (Los elixires del diablo), H.P. Lovecraft (La bestia en la cueva) y por supuesto Edgar Allan Poe (El corazón delator), lo cierto es que las historias de fantasmas y seres fantásticos han existido desde siempre, si bien no con la intención de dar miedo.

Este no es el caso de la historia que cuenta Plinio el joven (S. I - s.II d.C), sobrino de Plinio el viejo, quien murió en Pompeya por la erupción del Vesubio en el 79 d.C.

Plinio -el joven- relató en sus primeras cartas la erupción del volcán y la muerte de su tío. La descripción que hizo fue tan minuciosa que ese tipo de erupciones se llaman en su honor Plinianas.

Plinio, como cualquier joven rico romano, defiende el ocio y la reflexión. En sus cartas acaba tratando temas curiosísimos que luego han servido para sacarnos, al menos, una sonrisa. Así pasa en la carta que escribe a su amigo Sura sobre una casa tomada por un fantasma en Atenas.

Para muchos, este es el primer testimonio de fantasmas -con intención de dar miedo- en la literatura. Se puede ver que hace uso de muchos elementos que a día de hoy siguen siendo la columna vertebral de cualquier película de terror: una casa grande y espaciosa, como los castillos medievales de la novela gótica o cualquier película actual, un fantasma con cadenas -qué sería de un fantasma sin ellas- y con un objetivo que no cumplió en vida (en este caso el de ser enterrado según las leyes). Por supuesto, la acción transcurre siempre durante la noche:

Aquí va, feliz Halloween:

(ep. 7, 27. 5) Traducción de F. García Jurado

Había en Atenas una casa espaciosa y profunda, pero tristemente célebre e insalubre. En el silencio de la noche se oía un ruido y, si prestabas atención, primero se escuchaba el estrépito de unas cadenas a lo lejos, y luego ya muy cerca: a continuación aparecía una imagen, un anciano consumido por la flacura y la podredumbre, de larga barba y cabello erizado; llevaba grilletes en los pies y cadenas en las manos que agitaba y sacudía.

A consecuencia de esto, los que habitaban la casa pasaban en vela tristes y terribles noches a causa del temor; la enfermedad sobrevenía al insomnio y, al aumentar el miedo, la muerte, pues, aun en el espacio que separaba una noche de otra, si bien la imagen había desaparecido, quedaba su memoria impresa en los ojos, de manera que el temor se prolongaba aún más allá de sus propias causas. Así pues, la casa quedó desierta y condenada a la soledad, abandonada completamente a merced de aquel monstruo; aún así estaba puesta a la venta, por si alguien, no enterado de tamaña calamidad, quisiera comprarla o tomarla en alquiler.

Llega a Atenas el filósofo Atenodoro, lee el cartel y una vez enterado del precio, como su baratura era sospechosa, le dan razón de todo lo que pregunta, y esto, lejos de disuadirle, le anima aún más a alquilar la casa. Una vez comienza a anochecer, ordena que se le extienda el lecho en la parte delantera, pide tablillas para escribir, un estilo y una luz; a todos los suyos les aleja enviándoles a la parte interior, y él mismo dispone su ánimo, ojos y mano al ejercicio de la escritura, para que su mente, desocupada, no se imaginara ruidos supuestos ni miedos sin fundamento.

Al principio, como en cualquier parte, tan sólo se percibe el silencio de la noche, pero después la sacudida de un hierro y el movimiento de unas cadenas: el filósofo no levanta los ojos, ni tampoco deja su estilo, sino que pone resueltamente su voluntad por delante de sus oídos. Después se incrementa el ruido, se va acercando y ya se percibe en la puerta, ya dentro de la habitación. Vuelve la vista y reconoce al espectro que le habían descrito.

Éste estaba allí de pie y hacía con el dedo una señal como llamándole. El filósofo, por su parte, le indica con su mano que espere un poco, y de nuevo se pone a trabajar con sus tablillas y estilo, pero el espectro hacía sonar las cadenas para atraer su atención. Éste vuelve de nuevo la cabeza y le ve haciendo la misma seña que antes, así que ya sin hacerle esperar más coge el candil y le sigue.

Iba el espectro con paso lento, como si le pesaran mucho las cadenas; después bajó al patio de la casa y, de repente, tras desvanecerse, abandona a su acompañante. El filósofo recoge hojas y hierbas y las coloca en el lugar donde ha sido abandonado, a manera de señal.

Al día siguiente acude a los magistrados y les aconseja que ordenen cavar en aquel sitio. Se encuentran huesos insertos en cadenas y enredados, que el cuerpo, putrefacto por efecto del tiempo y de la tierra, había dejado desnudos y descarnados junto a sus grilletes.  Reunidos los huesos se entierran a costa del erario público. Después de esto la casa quedó al fin liberada del fantasma, una vez fueron enterrados sus restos convenientemente.

Foto: Villa del fauno de Pompeya

 





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